RECUERDOS DE MI VIDA

por el Dr. Carlos Thode Esqueu

(traducción del alemán por Rosa Mayoral Girauta)

Como cuarto hijo del matrimonio formado por Carlos Juan, cónsul de Alemania en Cuba, y su mujer Ana Luisa, de soltera Esqueu, vine al mundo el 21 de Noviembre de 1878 en Trinidad, Cuba.
Antes de que un niño emprenda este corto pero fatigoso viaje, deberían sus padres tener cuidado en la elección de las tres decisiones más importantes que deben estar presentes:  I - salud perfecta; II - ser personas bien formadas de corazón y de espíritu; III - y también deberían poseer algo, aunque el bienestar material se mantenga discretamente velado.  Respecto a ésto he sido muy cuidado y puedo estar agradecido interiormente a la bondadosa providencia, pues ello fué fundamental para mi infancia feliz.

Mi padre procedía de una antigua familia de Bremen. Tuvo la desgracia de perder pronto a su padre, cuando éste era capitán.  A causa de motivos económicos no pudo estudiar Ciencias Naturales que era lo que deseaba.  Antes bien, se vió obligado a seguir la carrera mercantil para poder ayudar a su madre y hermanos menores.  Gracias a su sólida formación, seriedad, inteligencia y firmeza de carácter pudo adelantar rápidamente en este oficio.  La famosa y gran empresa 'Fritze & Compañía' de Hamburgo, después de seis años de trabajo acreditado, le concedió la dirección de su fábrica y plantación de azúcar en Trinidad de Cuba, que é1 en pocos años hizo crecer y que finalmente pasó a ser de su propiedad.

En abril de 1872 se casó con mi madre, que tenía entonces sólo 14 años, una edad que también allí se consideraba relativamente joven.  Su padre nacido en Cataluña, al Norte de España, era de gran estatura, enjuto, rubio, es decir un auténtico descendiente de los dioses.  Con su carácter amable y tranquilo había influido beneficiosamente en nosotros los niños.  Tanto más que el querido abuelo, después de la pérdida de su mujer, nos visitaba casi a diario y llegó a alcanzar una edad muy avanzada.

El, don Esteban Esqueu se casó con una cubana, Mercedes Amat.  Esta joven procedía de una familia muy prolífica, existían nada menos que once hijas y un varón.  Las malas lenguas de entonces habían profetizado que solamente el hijo varón se casaría, pero el destino decidió otra cosa.  Las once hermanas se fueron como panecillos calientes y el señor hermano, nuestro anciano tío Nicolás, se quedó plantado. Quizás él tuvo suficiente con el excesivo número de mujeres en su familia.

Mi propia madre tenía una hermana, Mercedes, uno o dos años mayor que ella, que con su pelo rubio oscuro y ojos azules, se parecía mucho a su padre.  Después estaba el hermano más joven, Esteban, cinco años menor, el prototipo del pequeño español lleno de carácter.  A éste mi padre le envió pronto a Alemania, a sus expensas, para que adquiriera una sólida formación comercial, en Bremen.  Posteriormente é1 consiguió una estupenda colocación en 1a Habana, en la que progresó rápidamente.

Del matrimonio de mis queridos padres vinieron los siguientes hijos:
- La mayor, Teresa, una joven que parecía totalmente alemana, de pelo castaño y ojos negros;
- La siguiente hermana, Luisa, era de auténtico tipo español, con ojos negros almendrados, casi una figurilla de porcelana de Meissen, y la hija favorita de mi padre a la que llamaba 'palomita'
- Willy era el mayor de los tres chicos, un joven listo, dotado de una amabilidad natural que conquistaba enseguida los corazones de las personas
- Como cuarto hijo estaba yo, muy parecido físicamente a mi padre, aunque los parieentes y amigos decían que se notaba claramente la influencia de la sangre española
- El tercer varón Ernesto, vino al mundo aproximadamente a los cinco minutos de llegar mi madre a casa, a pesar de sus doce libras de peso récord al nacer. Curiosamente este ‘pesado’ jovencito se desarrolló como un muchacho relativamente delgado. Por unanimidad según la opinión de la familia, era sin embargo el más inteligente y aprendía con una facilidad envidiable
- La hermana que le seguía, Mercedes, era rubia con grandes ojos negros, una muchacha selecta, muy parecida a Willy en la amabilidad de su carácter
- La hija más joven, Linita, era otra vez puro tipo alemán, se parecía a mí.  Como más pequeña y joven era naturalmente el encanto de nuestros padres pero de carácter muy enérgico, prefería jugar con los hermanos.

A la tierna edad de tres meses, dí un 'golpecito' en el pecho a mi madre por el que tuvo que abandonar mi lactancia.  Entonces encomendaron a distintas amas, una tras otra, al llorón y hambriento lactante.  Desde la negra más oscura hasta la mulata más clara que, dotadas de una adecuada sensibilidad de corazón, le ofrecieron lo mejor inútilmente.  Quizás era el típico olor de raza el motivo de mi enérgico rechazo.  Tuve que estar 24 horas llorando, hambriento e intranquilo, hasta que a mi abuela se le acabó la paciencia y por su iniciativa trajeron una vaca joven del establo.  Rápidamente, pusieron la leche caliente y recién ordeñada en un frasco, para tapar con ella la boca del pequeño.  El éxito de esta alimentación simplificada fue fabuloso.  Me desarrollé pronto como un angel trompetero y además fuí el más fuerte entre los siete de la familia.

El bautizo se celebró naturalmente por el rito católico, no había ni que pensar en otra cosa.  En brazos de mi querida madrina Mercedes, y en nuestro propio 'volante' (coche con dos ruedas grandes, tirado por tres caballos) partimos hacia la iglesia.  A la vuelta a casa del pequeño cristiano, el tío y padrino tiró desde el coche moneditas de plata como era costumbre en la comarca; una alegría para los negros, niños y jóvenes, que con grandes gritos se peleaban.  Llegados a casa, se agasajó a los parientes y amigos de la quinta, con dulces y vino español.  Fueron recibidos de pié, bebieron a la salud del neófito y después de un tiempo relativamente corto, se despidieron todos los huéspedes.

Se me ha quedado grabado en la memoria tan profundamente un suceso trágico-cómico que todavía hoy lo puedo recordar, retrocediendo hasta mi tercer cumpleaños.  Mientras yo comía algo dulce, casi me faltó la respiración y me caí de mi sillita con la cara rojo-azulada.  ¿Qué había pasado?
Que el 'algo glotón' Carlitos se abalanzó sobre un tarro de pegamento e intentaba comerse la dulce sustancia.  Pero ésta pronto le pegó el paladar y la úvula.  Afortunadamente estaban cerca los observadores ojos maternales.  Con dedos hábiles, pudo la asustada mamá sacar la 'malvada' goma en largas madejas de la boca del niño y evitar el peligro de asfixia.

Unos años más tarde, cuando yo tenía cinco años, ocurrió una situación parecida.  A mi hermano Willy, al comer pescado, se le quedó atascada una espina.  Mi madre con las palabras 'Santa María ayúdame' sujetó la cabeza de su hijo mayor fuertemente con el brazo izquierdo, y rápidamente con el pulgar y el índice de la mano derecha sacó una espina arqueada.  La guardaron en una cajita de cartón y a veces nuestros hermanos nos la enseñaban como una advertencia.  La consecuencia de estos sucesos fué el constante consejo de nuestros padres, de no hablar al comer pescado, sino tener mucho cuidado con las espinas.  Por supuesto que este consejo lo siguieron los siete niños pues teníamos un respeto terrible por nuestro cariñoso pero severo padre.

La hermana mayor, Teresa, a la que llamaban Teté, tenía que cuidar de que todos los hermanos -según su edad; Luisa, Willy, Carlos, Ernesto, Mercedes y Linita- estuvieran ya sentados en su sitio de la mesa a la hora de comer, antes de que vinieran nuestros padres.  Para ello, los niños tenían que lavarse impecablemente, estar peinados y principalmente mostrar las uñas limpias.  Para llevar un control más rápido, teníamos que poner las manos, derecha e izquierda, delante del plato.  En el caso de que un niño se retrasara, no se desperdiciaba una palabra, sencillamente el negro de servicio quitaba la silla vacía de la mesa; el asustado rezagado tenía entonces que estar de pié durante toda la comida, y ésta duraba por lo menos media hora.

En comparación con las condiciones alemanas, hemos pasado una infancia paradisíaca en la preciosa isla de Cuba.  No en balde la llaman los españoles 'la perla de las Antillas'.
Vivíamos en la ciudad de Trinidad, pequeña pero favorecida climáticamente, que estaba sólo a unos kilómetros de la costa, al pié de una montaña.  Su fertilidad tropical y la proximidad del mar proporcionaban además un modo barato de vivir.  Por eso mi padre, trabajador y eficiente, fue copropietario de la gran plantación azucarera y de la fábrica, que producían también otros víveres para las necesidades de la familia y de los trabajadores.  Así que uno puede hacerse una idea de lo barato de los alimentos -azúcar, café, maíz, arroz, plátanos, etc.- que venían a casa de 50 en 50 kilos.

Nuestra familia vivía en una de las casas más grandes y bonitas de la ciudad.  Un chino estaba encargado de la cocina; todas las tardes iba él a mi madre para informarse de sus deseos especiales de la comida del día siguiente y recibir el dinero.  Los primeros eran muy variados, lo último siempre de forma constante dentro de cierto límite: un peso (aproximadamente 4 marcos).  Por esta suma el cocinero debía comprar carne, pescado, muy a menudo aves, víveres, grasas, verdura y fruta, en el mercado.  Ya que nuestra familia era bastante grande (padres, siete hijos, más el cocinero, criado y cochero, y aún una media docena de personas de servicio, así todo se consumía a diario.

Cuando se observaba al robusto chino que venía del mercado llamaba la atención la gran cantidad de bonitos comestibles que traía.  Sobre sus hombros se balanceaba una fuerte vara de madera y a derecha e izquierda colgaban dos espaciosas redes.  Con elásticos pasitos cortos venía siempre a casa nuestro vigoroso comedor de arroz, jadeando por la pesada carga.
Todos eran excelentemente alimentados, a pesar de que entre la servidumbre se comentaba que el cocinero 'Li' se guardaba una parte del dinero para jugarlo en la lotería.  Los restos de comida que no servían para los perros y gatos de la casa, se regalaban, pues con el intenso calor se echaban a perder fácilmente.  En ocasiones el cocinero se divertía echando de la cocina, que daba a un patio lleno de tierra, restos de carne.  Enseguida, la mayoría de las veces un gran ruido llenaba el aire, causado por los grandes buitres negros como el carbón y de cuello rojo, al posarse en tierra, que rápidamente se llevaban el exquisito bocado.  Estas aves se sentaban a menudo en el tejado de la casa; si les resultaba demasiado caliente, extendían sus poderosas alas y se sentaban como los animales en los escudos.  Nosotros los niños nos divertíamos mucho con ello, especialmente cuando la pelada cabeza de ojos ávidos se movía en busca de la presa. A estas aves se las consideraba como policía sanitaria, así que eran respetadas por todos.

Nuestro asiático tenía todavía otra 'diversión' que no desmentía su cruel carácter.  A menudo mataba las gallinas de un modo muy extraño.  Tiraba la gallina al aire y al caer le cortaba la cabeza de un golpe con extrema habilidad, con el típico cuchillo cubano llamado 'machete'.  La pobre ave corría unos pasos sin cabeza, antes de morir entre convulsiones.

En mi hogar de Trinidad, como ya he contado, tenía mi madre un gran número de parientes.  Para nosotros los niños, los más importantes eran las dos familias alemana-españolas Meyer y Jansen.  Estos dos caballeros eran del norte de Alemania como mi padre, se habían casado con cubanas y pertenecían también a nuestra empresa azucarera.  Así que las mujeres se entendían muy bien y entre los niños creció una profunda amistad.

De muy jóvenes jugábamos con cosas inofensivas que, con el paso de los años, adquirieron el carácter de luchas deportivas, como por ejemplo dejar subir la cometa.  Para ésto teníamos un lugar ideal, el enorme tejado llano de nuestra casa que estaba rodeado por un alto muro de cerca de un metro de altura.  Las mismas cometas se construían muy diferentes a las del país, que sólo podían permanecer aburridas en el aire.  Nó, éstas eran aves de rapiña temperamentales, que arriba luchaban por la vida y muerte.  Su esqueleto era de bambú flexible y ligero, colocado de tal modo que formaba una figura de seis esquinas; ésto se cubría con papel de seda chino, que era ligero y fuerte.  Las cuerdas debían ser movidas de un modo determinado para que las cometas se balancearan ondulando a derecha e izquierda, según el deseo de su dueño, como un halcón que se precipita sobre la cabeza de su víctima para anonadarla y luego enseguida se eleva otra vez con un elegante vuelo.  ¿Cómo era ésto posible y cual era la cometa apropiada?

Por todas estas cosas eran tan divertidas estas cometas.  Ante todo, esta cometa llamada en español 'cantor' (pues siempre zumbaba suavemente) poseía una enorme capacidad de vuelo. Mientras que los niños alemanes tenían grandes dificultades en hacer volar sus pesadas cometas, nosotros no teníamos siquiera que dar un paso.  Ya que, con la brisa ligera que siempre soplaba del mar, lanzábamos al aire nuestras cometas y subían rápidamente muy alto, a pesar de sus largas colas.  En las colas se encontraban sus armas.  Estas se construían según las reglas de arte de nuestro criado negro.  Con un trozo de cuarzo daba hábiles golpes contra la base de una botella de vino, así saltaban lascas elípticas, agudas como un pelo, de unos 4 a 5 cm de largo, que se sujetaban firmemente a la cinta de algodón de la cola de la cometa.  El arte consistía en ésto, tocar la cuerda tirante del vecino 'enemigo' con la cola de nuestras cometas.  Cuando al hacer ésto no se tenía cuidado, se le cortaba la cuerda en dos, el enemigo se hundía en la impotencia y su cometa, la mayoría de las veces, se perdía naturalmente entre gritos salvajes de los vencedores y lágrimas disimuladas de los vencidos.

Estos amiguitos eran buenos y simpáticos, y venían de lejos no sólo por la diversión sino por el deseo de cabalgar.  Así apenas podíamos esperar nuestro sexto cumpleaños que nos trajo el permiso de los padres para nuestra primera clase de equitación.  Para ello pronto hubo en la cuadra un caballo relativamente pequeño.  No era un poney y en él mi hermano mayor Willy había aprendido a montar.  Al principio, el negro mozo de cuadra 'Genaro' me ató las rodillas a la silla con una correa y así cabalgué.  Él montaba un semental grande, color isabela, que estaba para diversión de mi padre.  ¡Cómo admiraba yo a mi hermano Willy!, dos años mayor que yo y que con su amigo Carlos Meyer, de su misma edad, podía montar caballos grandes con completa libertad.

Ahora yo me esforzaba lo más que podía para hacerlo todo bien y, puesto que por naturaleza no era desmañado, le hacía honor a mi profesor.  En poco tiempo me hice tan descarado que, a pesar de la prohibición, solté las riendas y guié el caballito sólo por la voz y la presión de los muslos.  Pero la fatalidad castigó pronto mi desobediencia.

En una hermosa tarde de sábado yo cabalgaba con alegre trote por la ciudad, otra vez sin riendas, cuando un negrito con una gran cesta de ropa en la cabeza salió rápidamente por la esquina de la calle.  Mi caballo se espantó, dió un salto imprevisto hacia un lado y yo caí volando en una bonita curva, de modo que el lado derecho de mi cara chocó con el duro empedrado de la calle.  Cuando mi buena madre vió llegar a su Carlitos con el rostro arañado y lleno de sangre gritó enseguida: '¡No más caballo!'.  Sin embargo mi padre dijo: 'Mañana otra vez, pero atado'.  ¡Qué castigo más duro fue eso para mí, que en el paseo del domingo me miraran irónicamente la cara hinchada y vendada!.
Pero esta lección tuvo su efecto, no volví a olvidar la necesaria precaución.  Fue un sentimiento maravilloso la primera vez que saltó el caballito sobre una pequeña cuneta.

Rápidamente aprendimos a conocer los hermosos paisajes de los alrededores de Trinidad, gracias a nuestros paseos a caballo.  A veces teníamos que atravesar pequeños ríos poco profundos; los caballos sedientos buscaban el agua clara como el cristal para beber a grandes tragos.  Allí se podían admirar preciosos paisajes que a menudo se reflejaban con extraña claridad en el agua de la orilla con los jovencísimos jinetes.

Si seguíamos el camino de Trinidad hacia el sur, nos encontrábamos con un paisaje completamente diferente.  Ya desde lejos nos saludaban enormes cactus, que tenían que sustentarse del árido suelo.  Se mezclaban cactus altos y delgados tipo 'Cereus', 'Cireen', con 'Equinocactus y otros en forma de bola.  Los mismos caballos tenían mucho cuidado de no pisar las pequeñas plantas llenas de pinchos.  Pero apenas habíamos atravesado aquella zona peligrosa se olía el mar cercano y nos lanzábamos en un alegre galope para llegar al ideal hipódromo de la playa.  Tras un corto descanso, jinetes y caballos tomaban un refrescante baño.  Luego en el puertecito de 'Casilda', tomábamos estupendo pescado frito en aceite y pan blanco, y después la vuelta al hogar.

Mi padre raramente venía con nosotros, el motivo principal era la falta de tiempo libre, pues por su escrupulosidad y conciencia no podía permitirse el ausentarse a menudo.  Él era el espíritu firme del negocio pues su bondadoso y mas grueso compañero era Herr Meyer, bastante cómodo, como mas tarde supe.

Como cónsul alemás encargado de la provincia sur de la isla, mi buen padre, un perspicaz alemán, tenía que cumplir a menudo compromisos oficiales.  Varias veces al mes visitaba las existencias que estaban a unos veinte kilómetros de la plantación de caña de azúcar, donde tambien estaba funcionando la fábrica de azúcar.  Desde el día anterior no podíamos cabalgar, puesto que 'Genaro' preparaba el caballo de mi padre para la próxima jornada.  Mi padre, un jinete estupendo, tenía un maravilloso caballo negro, que como buen semental mostraba un temperamento fogoso.  Para mantener el caballo en buena forma, Genaro tenía la misión de darle, el día antes, unos dos kilos de maíz rojo pequeño.

A la mañana siguiente, cuando venían los dos animales a nuestra puerta, casi ni se les podía sujetar.  El gran caballo negro, especialmente, brincaba inquieto de acá para allá y a veces mi padre tenía dificultades para montarle.  Pero una vez arriba, el bonito caballo tanía que obedecerle, partía con un trote tan vigoroso que salían chispas de los adoquines de la calle.

Genaro, que siempre cabalgaba tras él a unos dos largos de caballo, nos contó que Don Carlos (como mi padre era llamado por la gente) apenas hacía una parada en aquel trayecto.  Solamente unos buenos caballos y bien alimentados podían aguantar aquello.  Los dos jinetes iban naturalmente bien armados, debido a la relativa situación de inseguridad de la comarca.

Un hermoso día, tuvieron que parar en una aldea, mi padre estuvo a punto de apearse cuando un herrero que trabajaba allí cerca dió un golpe asesino en su yunque; el fogoso caballo dió un salto y salió corriendo llevándose al jinete medio colgando.  El fiel Genaro, dándose cuenta del peligro de su señor, clavó las espuelas en las ijadas de su caballo que salió disparado como una flecha.  En pco tiempo alcanzó al caballo desbocado, le cogió de las riendas y le obligó a pararse.  Milagrosamente mi padre resultó sin la menor herida. Mi padre que tenía un carácter tan noble le regaló al fiel Genaro el semental color isabela que tan rápidamente había corrido, por haberle librado de aquel peligro.

Para las necesidades de nuestra hacienda azucarera, llamada 'Buena Vista', eran precisos los dos caballos para pasear por ella, pues a menudo hacía un calor tropical extraordinario.  Los allí llegados visitaban la gran plantación por todos lados, con gran escrupulosidad alemana, y hablaban de todo con el capataz.  Así que los jinetes permanecían durante largo tiempo en la silla.  Tras un rápido descanso de personas y caballos, volvían a casa a buena hora de la tarde, pues la vuelta tenía que ser antes del oscurecer.  Los caballos que se veían tan fogosos por la mañana temprano, venían a un trote corto y cansado, y los jinetes también venían agotados.  Los niños nos interesábamos por el contenido de las bolsas que estaban llenas con toda clase de bocados exquisitos y frutas de la granja.  Especialmente el queso de la tierra, que allí colocaban envuelto en hojas de banano y fuertemente empaquetado con cáñamo.  Nos olía maravillosamente, como un enorme queso Gervais.  Traían además los sabrosos frutos del mango y la guayaba, que se cultivan tan bien allí, así como aguacates, con los que se podía hacer una deliciosa sopa, eran para nosotros un placer especial.

Pero como sucede en la vida, mis buenos padres tenían no sólo alegrías con sus siete hijos, sino también graves preocupaciones.  Un verano, mi padre había llevado a toda la familia a descansar a la próxima ciudad costera de Casilda.  Durante la semana llevábamos una vida sencilla y rústica, diariamente nos bañábamos en el mar y comíamos ostras frescas a menudo.  Estas no resultaban un bocado extraordinario puesto que existían en enormes cantidades en ciertas partes de la costa.  Mi madre no tenía más que hacer un pedido y a la mañana siguiente llenaba con ellas un barril de tamaño mediano por una peseta (0,80 marcos alemanes).  Los niños descubrimos pronto como se podían abrir las ostras más fácilmente.  También sabíamos que al echarle zumo de limón el animal vivo se encogía, si ésto no sucedía había que tirarlas.  Despues de descansar magníficamente volvimos a Trinidad contentos y repuestos.

Mientras tanto, aquí se había desarrollado una epidemia de escarlatina que los niños cogimos enseguida.  Para la mayoría, la enfermedad fue normal, pero nuestro querido Willy la cogió terrible.  Durante siete días y noches mis padres se turnaron al lado del niño que deliraba.  Por suerte había hielo a mano para intentar bajar una fiebre tan alta.  Una noche los padres y el médico creyeron que perdían al niño, que entonces tenía siete años.  De repente el niño se incorporó, abrazó a sus padres y les agradeció todo el amor que le habían manifestado.  Incluso el médico, que estaba allí presente, se conmovió ante este agradecimiento infantil.  Por fin a la noche siguiente, se calmó el querido enfermito y durmió seguido casi 48 horas.  ¡Qué alegría para toda la familia despues de la angustia soportada!.  Pero ahora fue mi buena madre quien cogió la escarlatina en su forma mas grave; pero pronto se restableció.

La pequeña ciudad se había interesado con gran simpatía en los casos graves denuestra enfermedad.  De nuestros numerosos parientes por parte materna, tio Aniceto y tia Mercedes permanecieron incondicionalmente junto a nosotros.  Como ya he mencionado, ella era la hermana mayor de mi madre, dotada con un carácter temperamental, que se encuentra a menudo en las antiguas familias españolas y que en los hombres resulta enormemente agradable.  Su marido Aniceto de Palma era un eficiente jurista de aspecto elegante, al que mi padre facilitó la vida gracias a un puesto como abogado en nuestra empresa alemana.  Mas tarde, de Palma entró al servicio del Estado y alcanzó tanto éxito que al final se retiró como presidente de Justicia.

El simpático matrimonio no tenía hijos y se entendían maravillosamente con mis padres.  Normalmente nos visitaban e Trinidad dos veces al año, y se tomaban un gran interés en nuestro desarrollo y bienestar.  A veces decía tío Palma, en broma: 'A quien Dios no le dió hijos, el diablo le dió sobrinos'.

Como Cuba, colonia española, está dentro del trópico de Cáncer, lo mismo que en los demás países tropicales, durante los meses de verano hacía un calor enorme.  Cuando éramos pequeños no podíamos permanecer al sol entre las diez de la mañana y las cuatro de la tarde.  Nuestra fiel Quirina, una mulata vieja que había cuidado los niños de tres generaciones de nuestra familia, nos decía siempre: 'El sol es nuestro peor enemigo'.  No estaba ella completamente equivocada en aquellas condiciones, pues las insolaciones son muy temidas por la raza blanca.  Nosotros los muchachos especialmente le dábamos mucho que hacer y ella gritaba desesperada: 'Vuestra madre y sus hermanos eran niños angelicales, pero vosotros sois el auténtico demonio'.  Diez años después tuvo que cuidar a los hijos de mi hermana Luisa.  Cuando yo era ya mayor me dijo: 'Tú y tus hermanos érais como ángeles pero tus sobrinitos y sobrinitas son el auténtico demonio'.

Los meses de Septiembre, Octubre y Noviembre, normalmente traían lluvia casi a diario.  Por la tarde había grandes tormentas, que pronto eran seguidas de imponentes aguaceros.  En poco tiempo, la calle de al lado de nuestra casa, que era un poco inclinada, se convertía en un impetuoso arroyo ya que el agua, que venía de la montaña próxima del sur, fluía hacia el mar.  Una vez hubo, a media noche, una tormenta terrible; los truenos y relámpagos se acercaban cada vez más.  De repente, nuestra casa se vió envuelta en un ruido infernal y una luz cegadora.  Nos había caído un rayo y la chispa había incendiado el gasómetro que estaba colgado cerca de la sólida escalera de madera que conducía a los dormitorios de arriba.  Mi padre con tranquila presencia de ánimo bajó al jardín con una gruesa manta de lana que empapó de agua.  La lanzó con un hábil movimiento y cubrió con ella el gasómetro en llamas.  Las llamas se sofocaron y así pudo cerrar la llave principal.  Fue una suerte que la escalera mojada no se prendiera tan fácilmente.  Cuando nuestro padre bajó, se encontró a los siete niños medrosos y acurrucados en la cama de su madre.  A la mañana siguiente, vimos el trayecto que el terrible rayo había seguido por la casa, la huella del fuego se percibía claramente en la blanca pared de cal.  Pasó sólo a medio metro por encima de la cama de mi hermanito Ernesto, partió en dos un calendario que había cerca sin que sus hojas se quemaran.

Casi fue peor todavía el ciclón que, aunque raramente se formaba, podía ocasionar enormes daños.  También viví de niño un temblor de tierra, por suerte no muy intenso.  A pesar de ello, se cayeron varios cuadros de las paredes y se hizo una pequeña grieta en la casa.  Como niños no tomábamos muy trágicamente estas fuerzas de la naturaleza, mas o menos intensas.

La armónica vida familiar entre nosotros se basaba afortunadamente en la firmeza de nuestros padres.  De niños nunca hubo palabras ofensivas entre nsosotros.  Mi buena madre tenía un amor infinito y un carácter dulce, toda la familia conocía su gran bondad y algunas personas abusaban de ella.  Mi noble padre, aunque de sangre nord-alemana, tenía mucho temperamento; ésto lo habíamos comprobado claramente los jóvenes en varias ocasiones.  Si alguno cometiese una gran tontería o no le obedeciera al momento, habría recibido unos golpes con la fusta en las pantorrillas desnudas.  Esto funcionaba maravillosamente.  Durante mucho tiempo todos intentábamos averiguar sus deseos en sus ojos.  ¡Sacaba una cajetilla para encender un cigarro y corríamos los tres a buscar cerillas!.  El primero que llegaba se sentía feliz ante sus palabras de agradecimiento.  Cuando hoy día se observa como los niños, la mayoría de las veces, no obedecen las repetidas órdenes de sus padres, sólo se puede mover la cabeza ante el fracaso de su educación.

Este hombre que parecía tan rígido, por otro lado no conocía felicidad mas grande que proporcionar alegría a su mujer y a sus hijos.  Esto se veía claramente cuando volvía de sus viajes a Alemania.  Por lo general iba cada dos años a Europa, pasando siempre por Nueva York donde visitaba a sus amigos corresponsales y programaba el viaje a su ciudad natal, como oriundo de Bremen naturalmente, de acuerdo con la empresa Lloyd del Norte de Alemania.  Regularmente iba a casa de sus hermanos, a finales del verano; permanecía en Alemania algunos meses y consideraba esta estancia como sus vacaciones de descanso, puesto que en Cuba la mayoría de las veces no se permitía disfrutar de ninguna vacación.  Durante su larga estancia en los trópicos, mi padre se aclimató completamente y ya no le gustaba el invierno alemán.  Por este motivo volvía a casa como muy tarde en Octubre.  Cuando en Noviembre estaba de nuevo entre nosotros, ¡qué gran alegría suponía para toda la familia!.  El desenvolver los estupendos regalos que solía traer duraba hasta una semana, ya que no podía meterlo todo en una maleta y lo enviaba por transporte.  Este padre de familia tan cuidadoso pensaba no sólo en sus amados esposa e hijos, a los que cumplía cada deseo, sino también en todo el personal de servicio.  Desde el fiel mozo de cuadra 'Genaro' hasta el más pequeño ayudante de cocina recibían algo.  Una vez le trajo a Carlos Meyer, el mejor amigo de Willy, un arnés completo para su precioso caballo tordo.

Tan pronto como el año llegaba a su fin, despues de la época de las lluvias venía la Primavera, la más maravillosa época del año para nuestra querida isla de Cuba.  Los meses de Diciembre, Enero y Febrero, eran fantásticos, todo estaba verde y floreciente con un inimaginable esplendor.  La agradable temperatura de 20 a 25 grados bajaba excepcionalmente hasta 15 grados, así que todos tenían mucho frío y las piernas descalzas de los negritos pequeños se tornaban de color ceniza; ésto nos servía de termómetro.  Hay que pensar que las casas de allí están construidas sólo para el calor.  Por ejemplo, en toda la casa no había cristales en las ventanas, sino tan solo persianas movibles que se podían abrir completamente.  Por ello, en las habitaciones la temperatura no era mas alta que al aire libre.

En nuestra casa las habitaciones tenían por lo menos 5 metros de altura, eran muy espaciosas y con los suelos de mármol ajedrezado.  El salón era especialmente grande, pero amueblado sencillamente.  Había unas doce mecedoras grandes colocadas en círculo, y una mesa redonda de mármol.  Del techo pendía una preciosa lámpara de gas, de cristal, en forma de corona.  Por las tardes, a menudo nos visitaban parientes y amigos de la casa, entonces el movimiento de las mecedoras y los abanicos de las señoras producían un fresco agradable.  Como factor constante se hallaba, sobre la ya citada mesa de mármol, un enorme gato de piel amarilla rojiza, de nombre 'Tulipán'.  Este bonito animal parecía realmente un pequeño tigre y con su fuerza podía acabar con las ratas grandes que de vez en cuando salían aquí o allí.

El espacio que se disponía para comedor era más largo que ancho, allí estaba la gran mesa familiar, y había un lugar para los juegos de la gran familia.  A un lado colgaba una gran jaula del techo, ocupada por un 'tordo burlón americano', que podía imitar con gran parecido el canto de diferentes aves.  Por supuesto, teníamos también otras aves como papagayos, pinzones cubanos, etc.  Los encantadores colibríes venían a menudo a nuestro jardín, en cuanto surgían determinadas flores.

Las fiestas de Navidad caían en esta época del año tan agradable y, si los jóvenes alemanes no estaban lejos en aquel día íntimo y hogareño, nuestros padres se preocupaban de que hubiera alegría para todos.  La misma Navidad, llamada Nochebuena en español (Gute Nacht), era mas o menos una fiesta del estómago.  Siempre venía por la mañana un jinete de 'Buena Vista' cargado con toda clase de cosas buenas.  Lo que preferíamos comer por las tardes eran los cochinillos asados en un asador, que sabían maravillosamente.  Sólo en estas fiestas se servía carne de cerdo a la mesa.  'San Silvestre' se celebraba con pavo asado.

Una bonita costumbre era la colocación del 'nacimiento', que se adornaba con lujo y gusto, con muy variadas figuras.  Nuestra querida madre estaba acostumbrada a ello desde joven y tenía una gran experiencia en su colocación.  Siempre se empleaban diversas piezas antiguas de familia.  Pronto montaba un paisaje, un desierto con rocas, palmeras y oasis, etc.  Al fondo se veía el establo de la sagrada familia y por encima la estrella.  El primer día de fiesta, se veía asomar por el horizonte a los tres reyes magos que se iban adelantando un poco cada día, de modo que para Año Nuevo llegaban hasta el Niño.  Numerosas y diminutas lamparitas de aceite y espejitos proporcionaban una iluminación mística que, junto con el incienso, estimulaban la enorme imaginación infantil.  Los niños visitábamos alegremente a todas las familias de amigos para ver sus nacimientos que, en comparación artística, también estaban a menudo preciosamente montados.

A principios del octavo año, nuestro padre tuvo una alegría especial preparada para nosotros los niños..  Él se había traído de su casa en Alemania un artístico árbol de Navidad, las ramas estaban atornilladas y decorado con los conocidos adornos y velas.  La entrega fue puntual y todo se pudo disponer a nuestro gusto, un reloj musical tocaba la canción de Navidad.  Nuestra alegría era indescriptible ante aquello tan bonito y tan poco corriente.  Al acercarnos, hubo primero un momento de silencio expectante que pronto sin embargo fue en crescendo hasta el más alegre fortissimo cada vez que alguien encontraba un bienvenido regalo bajo el árbol.  Como la habitación estaba a ras del suelo y las grandes persianas abiertas, media calle se apiñaba para mirar por las ventanas.  Bueno, las barras de hierro mantenían a distancia a los negritos de la calle.  Era delicioso ver su excitación, sus dientes resplandecientes y sus ojos blancos y redondos que destacaban sobre sus oscuros rostros.  No se les advertía envidia, solo una alegría ingenua que provocaba un parloteo incesante.  Unas cuantas golosinas les bastaban.  Generalmente los negros están dotados de buen carácter, que aquí en Europa no es bien conocido.  Es interesante que, en general, los niños negros son ligeros e inteligentes pero, despues de la pubertad, declinan en este aspecto aunque en su mayoría son muy robustos.  Los mulatos no son tan fieles, astutos ni maliciosos, mezcla de razas blanca y negra, parece como si precisamente heredaran las peores cualidades de las dos.

Los días de fiesta pasaban pronto y volvían a empezar las clases.  Ni nosotros ni los hijos de extranjeros asistíamos allí a una escuela pública, disfrutábamos de enseñanza privada.  Un profesor español y otro alemán compartían esta tarea no demasiado fácil.  Don Pablo, un hombre grueso y rechoncho, era amable y por eso no aprendíamos tanto con él como con el enjuto y algo colérico profesor alemán, Herr Witte.  Cuando éste distendía los músculos de la cara, sabíamos enseguida que había sonado la hora; sin embargo no era muy alentador el éxito al aprender el difícil idioma alemán.  Los jóvenes teníamos que felicitar a nuestro padre en su cumpleaños en alemás,, lo que la mayoría de las veces resultaba corto y con tartamudeos.  Los mejores progresos eran los de nuestra hermana mayor Teresa, que poseía un talento especial para los idiomas.  Después de dos años de clase de alemán fuí a Alemania y al preguntarle algo a un desconocido, no pudo más que contestarme: 'Desde luego que no eres de aquí'.  Mas adelante contaré acerca de ésto con mas detalles.

En Pascua dominaban las austeras costumbres de la iglesia católica.  El domingo de Ramos resultaba muy bonito en la iglesia, con hojas de palma retorcidas y partidas en distintos grosores, que habían sido trenzadas antes por manos femeninas en formas encantadoras, como cruces, cestitas, etc.  Las hojas de palma graciosamente sujetadas adornaban las rejas de los balcones y debían proteger la casa del mal.

Durante la Semana Santa se prohibía en la calle todo ruido innecesario, las campanas de las iglesias callaban y se paraban también los relojes.  La hora se sabía de un modo muy primitivo, un servidor de la iglesia que se hacía reconocer por medio de una carraca, daba a conocer la hora en voz alta.  La mayoría de las veces al caer la tarde estos días tenían lugar las procesiones, que se realizaban con bastante pompa.  Pasaban con la mayor dignidad por las principales calles de la ciudad.  Todas las grandes imágenes de Cristo en la cruz, la Virgen Maria o de los santos, eran transportadas sobre los hombros por hombres con vestimentas negras, largas, que llevaban agudos capirotes sobre los hombros.  Una música típica, acompañada de cantos, coronas de luces, largos cirios y nubes de incienso, completaban este cuadro verdaderamente pintoresco.

Unas semanas después se celebraba el día de San Juan, con la gran fiesta